viernes, 23 de julio de 2021

Un cuento de mi mamá


Lo prometí. Prometí publicar en el blog de mi mamá. Prometí dedicarle un tiempo a este espacio que la hacía tan feliz y que creamos juntas para que todo lo que sabía, no se quedara guardado. Lo prometí.

Han pasado 5 meses largos desde que mamá murió. ¡La extraño tanto!, además porque justo por estos días entregué mi trabajo de grado. ¡ Si ella lo hubiera revisado! En cada duda gramatical, allí estaba Edith. La recordé en cada gerundio, en cada pasivo y repetí en mi cabeza sus palabras acerca de la sintaxis: " no olvides que nuestro idioma es activo". Recordé la estructura SUJETO ACTIVO+ VERBO ACTIVO + COMPLEMENTO.

Ya no está mi correctora de estilo personal, que a solo una llamada o un corto mensaje de whatsapp, aclaraba cualquier duda, a cualquier hora; pero están sus enseñanzas, sus talleres, sus libros... su sencilla forma de explicar el queismo y el dequeismo. Ya nunca olvidaré hacerme una pregunta para saber si es "de qué o qué"o  el uso de las conjunciones. Tampoco voy a olvidar su pasión por descubrir expresiones incorrectas: concienzar y no concientizar, inadvertido y no desapercibido, mejor intimidad que privacidad y ojo con las redundancias...

Hoy vuelvo a tomar su blog. Hasta ahora siento fuerzas para hacerlo. No serán textos propios, solo pedazos de lo que iba a ser su próximo libro para nuestro proyecto "escribe mejor". 

Mi mamá sabía un montón y no sé si un día logre escribir como ella. Tal vez dejé de preocuparme por aprender más, porque sabía que estaba allí para aclararlo todo.

La vida sigue, mi mamá ya no está, pero va a estar siempre conmigo. 

Justo hoy, rebujando entre sus escritos, encontré este cuento de su autoría. Ella era correctora, pero también escribía. Bienvenida mamá a este espacio eterno que tendrá tu nombre mientras yo viva.

Irma Cristina Cardona


JULIANA ROSALES

 

Conocí a Juliana en un municipio perdido del Viejo Caldas, una tarde de agobiante calor, mientras recorría  con curiosidad de turista  los grande montes de la región.

Por allá la divisé, y en realidad no sé qué me atrajo de ella. En su figura, en sus rasgos, resaltaba su sangre indígena.

Era de baja estatura, sus manos grandes y fuertes.  A diferencia de las demás mujeres de su clase y de su raza, vestía de negro.

Varias veces la vi doblada sobre el surco: realizaba todo el trabajo de la tierra fuerte e indómita como su figura.

Preparaba la parcela para sembrar sin prisa, sin premura: tenía todo el tiempo del mundo.

Una tarde cualquiera me acerqué y saludé. Ella suspendió su trabajo, se enderezó, levantó la cabeza y me miró. Contestó a mi saludo mientras se secaba el sudor de la frente y luego dijo:

_ Usted no es de por aquí, ¿ cierto?

_ No, no lo soy. Ando conociendo estas regiones... ¿No tiene familia?

Con un acento pastoso y pausado me contestó:

_ Soy viuda, sabe? Tengo dos hijos, Pedro y Juan. Están en la milicia, pagando el servicio militar. Pedro tiene 17 años  y Juan 19. Vivían conmigo, pero ahora los llamó la Patria  y están en el monte, luchando contra los que no quieren  la paz.

Mientras hablaba vi que sus ojos eran claros, y respondiendo a los interrogantes de mi expresión, me explicó que un antepasado suyo había convivido con un alemán que vino a las minas; de ahí el color de sus ojos.

Me habló de sus hijos:

_ A ellos no hay quién les gane con el hacha y el machete tumbando monte. Son fuertes, trabajadores y buenos hijos. Yo no soy estudiada, ¿sabe?, fui hasta segundo de primaria antes que mi mamá me sacara de la escuela para ayudarle en la casa; pero en esos años me enseñaron que el General Bolívar  con sus ejércitos y mucha otra gente, durante muchos años lucharon para conseguir que fuéramos colombianos y que viviéramos en paz . . .  A ellos tampoco les gustaban las injusticias... Ahora nos toca a nosotros, a nuestros hijos, pelear contra todos esos que no quieren o no saben vivir en paz  para que podamos trabajar  tranquilos y echar  pa` lante.

Así, conversando, nació casi una amistad. Muchas tardes hablé con ella mientras se ponía el sol y pude conocer, sin verlos, a Pedro y a Juan; supe de sus ideas, de sus costumbres de gente humilde y sana  y de sus planes para cuando volvieran.

Juliana Rosales prendía su tabaco,  hecho con las hojas que tenía cerca de la casa, y entre pitada y pitada me  contaba  cosas de su tierra natal.

Un día llegó la noticia de que el ejército había acabado con un gran fortín guerrillero por allá..., donde estaban Pedro y Juan.

No sé por qué pensé en Juliana y corrí a su parcela buscándola con la mirada hasta que al fin encontré su figura y me  acerqué.

Le pregunté si sabía algo de sus hijos...

_ Sí - me contestó. Ayer recibí dos telegramas  donde me dicen que los dos murieron, y una carta de un compañero del mismo regimiento  y que quedó herido...

Me cuenta que los vio luchar como leones  cuidándose  la espalda, y cuando se quedaron sin balas, pelearon a machete, con las manos, cuerpo a cuerpo..

Pero los otros eran muchos..!  Fue en un lugar llamado Palo Verde.

Hablaba con mucha tristeza y no pude contener la pregunta:

_ ¿Por qué no llora, Juliana?

Tomando en su mano un puñado de tierra contestó:

_ Por qué voy a llorar, si mis hijos son hijos de  esta tierra  y un día volverán como árboles grandes de cedro..., y aunque  venga otro hachero y los derribe, seguirán naciendo día tras día...

La dejé mirando el monte, con las manos vacías de caricias y su figura se volvió sombra en ese atardecer.

 

Al día siguiente subí al bus que me traería de nuevo a la ciudad. Compré un periódico y empecé a leer: “La industria nacional en receso”. “La inflación alcanzó el 32%”.  “Un juez de la república acusado de prevaricato”. “La corrupción llegó al Congreso”” . “En el país hay más de mil secuestrados”. “Dinamitado de nuevo el oleoducto Caño Limón-Coveñas...”

Dejé el periódico y con la mente en blanco, no quise pensar.

Miré fijamente el vidrio de la ventanilla y lentamente se fue dibujando en él una figura de mujer encorvada sobre la tierra y unos ojos claros que ahora sí lloraban.